Kana pinta
flores al óleo tras las cortinas de su habitación. La luz del sol se tiñe de
los colores de los bordados que traspasa y destella sobre los lienzos en las
paredes.
Aris, que es
un diminutivo de su nombre, destaca en deportes y a veces se pelea con chicos.
Le encanta atravesar la ventana de su habitación de un salto, deslizarse por el
tejado del porche y aterrizar en la calle.
Cada mañana
va a buscar a Kana a su casa. Cuando toca el timbre, el sonido le produce
cosquillas, sólo porque es el preámbulo a la dulzura de una voz que adora: —¡Ohayō!
—¡O-ha-yō!
—le saluda ella también, riendo con cada sílaba.
De camino al
instituto, Kana juega a saltar las baldosas de par en par. Aris se atreve a
hacer piruetas que dejan en vilo a los transeúntes.
A media
bajada se paran. Una hace un giro arabesque de ballet, la otra, se pone en
posición de bateo.
—Estamos
ridículas —dice Kana.
—Totalmente
ridículas. ¡Tienes el cuello torcido!
Kana le
arregla la corbata a su amiga; Aris, las solapas de la americana y le pellizca
una brizna de pelo del flequillo que, dibujando un arco, parece enfadado.
Cuando es
primavera, y al hanami de los cerezos le gusta jugar a ser nieve, las
dos chicas recogen los pétalos y se los tiran una a la otra, engalanando los
hilos de arena de playa del pelo de Kana y rebotando con la coleta de caballo
de Aris, que los rechaza con gráciles eses trazadas en el aire.
En el tren
dan palmaditas en los cristales de las ventanas mientras se cuentan ocurrencias
o deseos, juegan con las yemas de los dedos cuando llueve y se retan a hacer
pasos de ballet ante las serias miradas de los pasajeros.
En el
instituto nunca se separan, y los chicos ya conocen el sabor de los puños de
Aris.
Cuando cae la
noche, Kana se despide de su amiga en la puerta de su silencioso hogar, donde
hay más flores que átomos de hidrógeno.
Por la mañana
más abrazos, saltitos, corbatas torcidas, palmaditas en los cristales del tren,
flores de cerezo enganchadas en el pelo y el delicado perfume de Kana que da la
mano a las camelias.
—¡Vas muy
mona hoy! —le dice Aris mientras le arregla la corbata, luego le da un tirón a
la americana para que quede recta y le pellizca el flequillo.
—Después de
clase tengo una cita…
—¡¿Cómo que
una cita?! —Su voz vigorosa y encrespada, como las olas de mar chocando con las
rocas, se deshace en la marea que se retira—, ¿con quién?
—Con el chico
que me gusta, ya lo sabes.
—No... no
sabía que te gustaba nadie. ¿Quién es?
—El de las
clases de chino.
—Vaya...
—hace una pausa mirando al suelo—, ¿quieres que te acompañe?
—¿Qué? ¡Ni se
te ocurra!
Al terminar
el instituto, cuando Aris se despide de Kana, no puede dejar de pensar en su
pelo con pétalos del cerezo y repentinamente en alguien que le coge de la mano.
Mientras la sigue, siente que su corazón se desboca bajo el delicado tejido que
cubre su pecho.
En un coffee
shop céntrico, Kana pide un helado de fresa y nata; un chico alto, atlético
y de mirada segura; uno de chocolate con pasas y ron.
—Claro, de
chocolate con ron, como los pervertidos… —masculla Aris balanceándose contra el
ventanal del coffee shop, y retorciendo la cortina tras la que se
esconde.
Kana siente
una presencia hostil a su espalda, y los ojos entrometidos de Aris se
escabullen al instante en el que Kana se gira.
Las miradas
se persiguen, a veces se rozan y provocan aspavientos en Kana después de lanzar
gestos para que su amiga se largue de ahí.
Se pone tan
nerviosa que golpea la mesa con la rodilla, y entonces el chico sube el tono:
—¿Sabes cómo
se dice “te quiero” en chino?
—¿Qué?
—Te quiero.
—¡¿Ya?!
—No, en
chino.
—¿En chino el
qué?
—Te quiero.
—¿Cómo? —se
abanica el rostro, la boca abierta en una mueca que horroriza a un niño que se
agarra al brazo de su madre—, ¿tan rápido?
—No, que en
chino se dice Wo ai ni.
Aris pierde
el equilibro y arranca la cortina, cae de bruces contra la bandeja de helado de
frambuesa que trae una camarera. Su cara se convierte en un mural del cubismo
estrafalario, jadeando se tira contra Kana, envuelve sus rojas mejillas con las
dos manos y se manchan sus labios con helado de frambuesa.
De un reflejo
asustado, el chico tira la copa de su helado de chocolate. En el suelo
pringoso, la camarera que sostiene boquiabierta una bandeja de helado de
frambuesa con un narizón bien marcado en el centro, resbala y la lanza al aire,
cual festejo victorioso en los Juegos Olímpicos.
Una mujer
hace fotos con el móvil, su hijo ríe y aplaude, una anciana en la barra se gira
y bufa con aire condescendiente; al otro lado, el maese heladero frunce el ceño
y sus ojos son apenas dos líneas bajo las cejas infernales.
—¡Sumimasen!
¡Sumimasen! —implora Kana haciendo reverencias con las palmas unidas y los
ojos en lágrimas.
—¡Huyamos!
Kana se deja
arrastrar por su amiga. Corren por las grises calles moteadas de las luces de tráfico
hasta que el aliento se les acaba.
Cuando caen
redondas sobre la hierba de un parque, Kana le pregunta: —Pero ¡¿qué te pasa?!
¡¿Qué ha sido todo eso?!
Aris tarda en
responder lo que un pétalo llega al suelo mecido por la brisa: —Wo ai ni.
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