El vuelo de las cometas
– Azel Highwind
Cuando llega
la hora azul a Hong Kong, el cielo se apaga, los aromas a carne picante y a
especies exóticas ascienden por el aire, las estrellas se transforman dentro del
vaho tibio y se iluminan las calles de oro. A los pies de los caóticos edificios,
atestados de máquinas, fluye el rojo de la fiesta y suenan los tintineos
celestiales de las luces de neón.
El corazón de
la ciudad, Kowloon City, late con vida efervescente, con voces alegres y otras
violentas, con intensos pitidos que, en las alturas del edificio de
apartamentos Check Bo House, se transforman en un rumor, casi en una música que
acuna al fatigado Guo Zhao Wun, que se desliza bajo las sábanas rememorando la
risueña mirada de Shui Tsei, apenas unos minutos antes, al despedirse con un
gesto de la mano; la elegancia de los cisnes en sus dedos y la seducción del
cerezo en las uñas… y otra vez más, sin tener el valor de decirle antes de que
su melena se pierda tras la puerta del apartamento vecino, que su corazón late
por ella.
Cierra los
ojos, y en su mente adormilada Shui ya no es aquella niña pequeña que se reía a
carcajadas y se pavoneaba como una reina cuando marcaba un tanto jugando al
balón. Ahora ya no es esa chica delgada y esbelta que deslumbraba en la pista
de baile y que era el orgullo del equipo de gimnasia del instituto.
Recordar sus
cabriolas en los bailes rítmicos y sus impresionantes volteretas en el salto de
potro humedece sus ojos cerrados con fuerza. Empieza a rememorar los patrones
que se le grabaron durante tantas actuaciones de su cinta al aire en los bailes
más atrevidos e impactantes. Esos patrones giran y crean vórtices en el aire; y
aunque los tenga memorizados, como cada gesto y expresión de esa chica que
adoraba, van creando una tenebrosa pesadilla que le mantiene tenso en la cama.
Entre cenizas
que flotan y se expanden alrededor de las pisadas de Shui Tsei, una criatura
monstruosa devora la vida calcinada, derrumba paredes envueltas en carbón y
hace estallar los cristales ennegrecidos.
Tirada en el
suelo, Shui Tsei ve su inmaculada piel nívea mancharse con la sangre de cortes
que no terminan. El horror de su rostro proyecta una angustia que agita a Guo
Zhao Wun entre las sábanas inflamadas. El ardor asciende bajo su cama, las paredes
empiezan a crepitar y un cristal remoto estalla en el cielo oscuro.
Cuando abre
los ojos y siente su pecho agitado, las llamas bailan sobre la pared que da al
apartamento de su eterna amiga. El pánico casi enmudece el dolor, pero Guo no
consigue bloquear sus quejidos.
Cuando cae
por el suelo, su piel se llena de ampollas, la garganta se estremece con un
ardor tóxico y de sus pulmones es expulsado veneno.
Se agarra a
una silla ardiente, las piernas se le tuercen al levantarse y sus ojos heridos
sólo ven sombras entre las llamas nacientes.
Corre hacia
la puerta y recuerda la sonrisa de Shui, una sonrisa que jamás ha perdido su
gracia y su sinceridad, incluso en los momentos más bajos de su vida, cuando la
expulsaron del cuerpo de gimnasia.
La ha imaginado tantas veces sobre la cama…
sus grandes curvas conjugando con los estampados de la flor de loto, el tímido
deseo de regalar caricias; el volumen asombroso de sus pechos al rozar las
sábanas por debajo de un ancho camisón; la tierna lujuria que tantos ensueños
le ha regalado. No obstante, ahora no osa imaginarla.
Tira la puerta
a un lado y, con los pies desnudos, aparta las maderas crepitantes que bloquean
el paso. El cuerpo le tiembla, los vahídos suben por el pecho ardiendo y un
diente cruje con la presión de la mandíbula.
Una figura se
cruza bañada en llamas. Pero los gritos no son lo que le enloquece, pues la
peste de un ser humano quemándose es algo que jamás te atreverías a imaginar.
Busca las
escaleras tanteando con desespero entre la humareda. Bajo los escombros y
tabiques que almacenan infiernos, los chillidos son incesantes.
Logra cogerse
a la barandilla después de resbalar y caer, y cuando las llamas se levantan
ansiosas a su espalda, el corazón se le desboca al pensar en ella y recuerda el
monstruo de la pesadilla.
—¡Sálvate!
—grita un vecino desde el piso de abajo.
A los pies de
las escaleras un señor mayor le alarga la mano.
Pero Guo
niega con la cabeza y cierra fuerte los ojos. Vuelve a subir entre el fuego que
baila con la terrible belleza de Shui vestida en Maillot, ese verano del 92.
Arrodillado frente al televisor, como si rindiera homenaje a la más grande
deidad, Guo sabía que la amaría siempre.
Golpea la puerta
del apartamento de Shui con una tabla que le roba la piel de las manos, en su
mente ese televisor estalla, todo se llena de llamas, y movido por la ansiedad se
adentra, sabiendo que, al menos, ya no se arrepentirá nunca más.
Sin que las
piernas puedan aguantarle, se obliga a arrastrarse entre el fuego que se come
su carne y se alimenta del aire que ya no tiene. El suelo se despedaza a su
alrededor, y a través de un agujero que atraviesa otros suelos, los cadáveres
calcinados se retuercen en posturas que cavan surcos en la mente.
Unas manos fuertes
le cogen de los brazos y se lo llevan lejos. El rostro de Shui Tsei se recorta
en la luz nocturna de una ventana: sus ojos enfermos, bañados en lágrimas; su
sonrisa que tiembla y quiere decir algo; pero también su cuerpo, el único hogar
que ha deseado.
—¿Por qué?
—Shui vocaliza con dificultad—, ¿por qué no has huido?
Y en las
nubes de humo negro, Guo rompe a llorar.
En los ríos
de oro de la ciudad y entre las canciones de los casinos que trae el viento,
rugen los motores y se encienden con un poderío disimulado las sirenas. Juntos,
como si guardaran el mundo en un abrazo, bajo la ventana abierta, Guo se atreve
a pronunciar las palabras que tanto tiempo ha guardado, hasta que su aliento se
acaba bajo la violencia de la ciudad, bajo los gritos de auxilio y de horror,
bajo las sirenas a los pies del edificio.
Se miran a
los ojos. Despojados de cualquier esperanza ya no hay miedo. Entre los brazos
de la mujer que ama, Guo no duda.
—No te
preocupes. Yo te enseñaré a volar.
Shui asiente.
Y desde la
escalera que sube entre un infierno de gases negros, un bombero llega a
observar sus cuerpos como dos cometas atadas a su destino.
Kana pinta
flores al óleo tras las cortinas de su habitación. La luz del sol se tiñe de
los colores de los bordados que traspasa y destella sobre los lienzos en las
paredes.
Aris, que es
un diminutivo de su nombre, destaca en deportes y a veces se pelea con chicos.
Le encanta atravesar la ventana de su habitación de un salto, deslizarse por el
tejado del porche y aterrizar en la calle.
Cada mañana
va a buscar a Kana a su casa. Cuando toca el timbre, el sonido le produce
cosquillas, sólo porque es el preámbulo a la dulzura de una voz que adora: —¡Ohayō!
—¡O-ha-yō!
—le saluda ella también, riendo con cada sílaba.
De camino al
instituto, Kana juega a saltar las baldosas de par en par. Aris se atreve a
hacer piruetas que dejan en vilo a los transeúntes.
A media
bajada se paran. Una hace un giro arabesque de ballet, la otra, se pone en
posición de bateo.
—Estamos
ridículas —dice Kana.
—Totalmente
ridículas. ¡Tienes el cuello torcido!
Kana le
arregla la corbata a su amiga; Aris, las solapas de la americana y le pellizca
una brizna de pelo del flequillo que, dibujando un arco, parece enfadado.
Cuando es
primavera, y al hanami de los cerezos le gusta jugar a ser nieve, las
dos chicas recogen los pétalos y se los tiran una a la otra, engalanando los
hilos de arena de playa del pelo de Kana y rebotando con la coleta de caballo
de Aris, que los rechaza con gráciles eses trazadas en el aire.
En el tren
dan palmaditas en los cristales de las ventanas mientras se cuentan ocurrencias
o deseos, juegan con las yemas de los dedos cuando llueve y se retan a hacer
pasos de ballet ante las serias miradas de los pasajeros.
En el
instituto nunca se separan, y los chicos ya conocen el sabor de los puños de
Aris.
Cuando cae la
noche, Kana se despide de su amiga en la puerta de su silencioso hogar, donde
hay más flores que átomos de hidrógeno.
Por la mañana
más abrazos, saltitos, corbatas torcidas, palmaditas en los cristales del tren,
flores de cerezo enganchadas en el pelo y el delicado perfume de Kana que da la
mano a las camelias.
—¡Vas muy
mona hoy! —le dice Aris mientras le arregla la corbata, luego le da un tirón a
la americana para que quede recta y le pellizca el flequillo.
—Después de
clase tengo una cita…
—¡¿Cómo que
una cita?! —Su voz vigorosa y encrespada, como las olas de mar chocando con las
rocas, se deshace en la marea que se retira—, ¿con quién?
—Con el chico
que me gusta, ya lo sabes.
—No... no
sabía que te gustaba nadie. ¿Quién es?
—El de las
clases de chino.
—Vaya...
—hace una pausa mirando al suelo—, ¿quieres que te acompañe?
—¿Qué? ¡Ni se
te ocurra!
Al terminar
el instituto, cuando Aris se despide de Kana, no puede dejar de pensar en su
pelo con pétalos del cerezo y repentinamente en alguien que le coge de la mano.
Mientras la sigue, siente que su corazón se desboca bajo el delicado tejido que
cubre su pecho.
En un coffee
shop céntrico, Kana pide un helado de fresa y nata; un chico alto, atlético
y de mirada segura; uno de chocolate con pasas y ron.
—Claro, de
chocolate con ron, como los pervertidos… —masculla Aris balanceándose contra el
ventanal del coffee shop, y retorciendo la cortina tras la que se
esconde.
Kana siente
una presencia hostil a su espalda, y los ojos entrometidos de Aris se
escabullen al instante en el que Kana se gira.
Las miradas
se persiguen, a veces se rozan y provocan aspavientos en Kana después de lanzar
gestos para que su amiga se largue de ahí.
Se pone tan
nerviosa que golpea la mesa con la rodilla, y entonces el chico sube el tono:
—¿Sabes cómo
se dice “te quiero” en chino?
—¿Qué?
—Te quiero.
—¡¿Ya?!
—No, en
chino.
—¿En chino el
qué?
—Te quiero.
—¿Cómo? —se
abanica el rostro, la boca abierta en una mueca que horroriza a un niño que se
agarra al brazo de su madre—, ¿tan rápido?
—No, que en
chino se dice Wo ai ni.
Aris pierde
el equilibro y arranca la cortina, cae de bruces contra la bandeja de helado de
frambuesa que trae una camarera. Su cara se convierte en un mural del cubismo
estrafalario, jadeando se tira contra Kana, envuelve sus rojas mejillas con las
dos manos y se manchan sus labios con helado de frambuesa.
De un reflejo
asustado, el chico tira la copa de su helado de chocolate. En el suelo
pringoso, la camarera que sostiene boquiabierta una bandeja de helado de
frambuesa con un narizón bien marcado en el centro, resbala y la lanza al aire,
cual festejo victorioso en los Juegos Olímpicos.
Una mujer
hace fotos con el móvil, su hijo ríe y aplaude, una anciana en la barra bufa
con aire condescendiente; al otro lado, el maese heladero frunce el ceño y sus
ojos son apenas dos líneas bajo las cejas infernales.
—¡Sumimasen!
¡Sumimasen! —implora Kana haciendo reverencias con las palmas unidas y los
ojos en lágrimas.
—¡Huyamos!
Kana se deja
arrastrar por su amiga. Corren por las grises calles moteadas de las luces de tráfico
hasta que el aliento se les acaba.
Cuando caen
redondas sobre la hierba de un parque, Kana le pregunta: —Pero ¡¿qué te pasa?!
¡¿Qué ha sido todo eso?!
Aris tarda en
responder lo que un pétalo llega al suelo mecido por la brisa: —Wo ai ni.
Capítulo 1
16 de febrero del año 2053, ciudad de Zúrich, 4:30
p.m.
Las suaves manos de David Baumann compartieron un débil ronroneo con la
superficie texturizada del volante del coche, cuando el cuero antideslizante
que revestía el anillo frotó sus palmas al hacerlo girar.
Se incorporó a la Seestrasse desde una calle perpendicular y subió
dirección norte contorneando el perímetro del Lago de Zúrich.
Con un infranqueable grosor de seis kilómetros, el lago se extendía por más
de cuarenta hacia el sur, relamiendo las tierras baldías de un páramo helado, mordido
a instantes por las hileras de casas de una sola planta que apenas conseguían
erguirse en el horizonte.
Desde el interior del coche, donde reinaba un silencio hermético, David
observaba una ciudad vieja al otro lado de la cristalina lengua de agua dulce,
mientras que, al oeste, los altos rascacielos se exhibían imponentes sin apenas
un reflejo en sus enlutados acristalamientos.
Siguió al norte por la Calle del Lago en el más absoluto silencio, atenuado
algunas veces por el sutil siseo de los tranvías que se cruzaban en su camino.
Tras su hombro izquierdo, el sol caía en un cielo mudo cruzado por las autovías
de drones, y proyectaba su estela sobre el impasible lago que, en diferentes
tramos, hospedaba los barcos pesqueros dentro de pequeños puertos.
A la altura de un arboreto de cedros, dos anchas avenidas se cruzaban en
una intersección donde el tránsito se tornaba lento, y entre el rumor de los vehículos,
cuyos tripulantes se reclinaban relajados en sus butacas abatibles; David
torció al este, resiguiendo el pequeño paseo donde el lago bebía del río Limago.
Al aproximarse al puente Quaibrücke, el cual sobrevolaba la boca del río,
rechazó aventurarse hacia el otro extremo del barrio de Altstadt, donde los
antiguos edificios se aglutinaban entre estrechas callejuelas que se adaptaban
serpenteando a las suaves formas de los montes, y volvió a tomar rumbó norte
ascendiendo la colina central de la ciudad.
Dejó atrás el pináculo de tejas vidriadas de la Iglesia de San Pedro, que
escindía el cielo con su pátina verdosa; y cuando la estación central de trenes
se vislumbraba en el momento de alcanzar la zona más alta del centro de la
ciudad, torció al oeste y cruzó el afluente del ramificado río de Zúrich.
Los rascacielos recortados al fondo, sobre el verdoso tapiz de la sierra
montañosa de Albis, se iban acrecentando hasta que se transformaron en pesadas
botas alrededor de las cuales pivotaba el flujo de la ciudad, el orden
establecido y la vida misma.
Y aunque él formase parte de ese flujo controlado por la Inteligencia Artificial,
seguía al volante realizando una tarea que ya no estaba destinada a las
personas.
Avanzó por el Distrito 4, hasta evitar el gran nudo de autovías que se
miraba con su gemelo al otro lado de la red ferroviaria, donde el Distrito 5
lucía los más sofisticados edificios de oficinas, y descendió barrio adentro en
el Aussersihl.
Las calles se ensancharon, los jardines poblaron las antes desnudas aceras
y los álamos y algunos robles crecían vigorosos dentro de los alcorques
vallados.
El silencio de la ciudad le obligaba a mirar a un lado y al otro siempre
que llegaba a un cruce. Avanzó unos minutos más en dirección a las cordilleras
que cercaban la ciudad por el suroeste, se desvió a un lateral de una ancha
avenida que comunicaba con el cementerio de Sihlfeld y se incorporó a una
hilera de aparcamientos hidráulicos que distribuían los vehículos en
aparcamientos subterráneos.
Cuando hubo abandonado el coche y el frío helado le golpeó la cara en el
exterior, tuvo el impulso de frotarse las mejillas enrojecidas y soplar su
aliento entre las palmas para entrar en calor. No obstante, guardó sus manos en
los bolsillos del abrigo largo de cachemira, reaccionando con un escalofrío, y
se encogió de hombros mientras andaba por la calle, donde los demás transeúntes
no intercambiaban mirada alguna y andaban en ritmos casi coordinados.
El ambiente aséptico heló su olfato, y su mente viajó buscando consuelo
hacia el aroma tostado del café que se serviría cuando volviera a casa.
Suspiró, y en el vaho que se dibujó frente a su pálido rostro, delineado por
una fina barba cana, destellaron las pocas luces de tráfico que daban color a
la cenicienta atmósfera, iluminada tenuemente por las placas proyectantes de
las paredes.
Anduvo vacilante entre esa monótona y exigua luz hasta llegar al final de
la manzana, donde una procesión de edificios renacentistas perfilaba las anchas
avenidas con su nívea simetría.
La larga melena, de un negro carbón que le caía hasta los hombros,
ocasionalmente le tapaba el rostro con su andar errante y cabizbajo. Y algunas
veces tenía que sacar una mano del bolsillo para peinarse los largos mechones
de la frente hacia un lado o detrás de la oreja, donde las canas se organizaban
formando jirones.
Llenando las aceras al otro lado, frente a un colegio y encogidas dentro de
sus gabardinas, una multitud de recias figuras esperaban algunas formando filas;
otras, en actitud distraída dentro de las marquesinas del tranvía.
David se paró antes de bajar del chaflán, sacó un aparato electrónico del
bolsillo del abrigo y, protegido entre sus dos manos, trazó indicaciones con el
dedo índice en la pantalla táctil que mostró el mensaje “inhibición
desactivada”.
Su rostro se esforzó por esconder un reflejo compungido y mutó a una
expresión de incomodidad. Apagó la pantalla del aparato y lo guardó en su
bolsillo, aunque no volvió a sacar las manos.
Cruzó la calle hasta internarse en las filas de rígidas figuras y, al subir
por el badén de la acera, trastabilló y golpeó el hombro de una.
Le gélida mirada que le clavaron fue inmediata, y David se disculpó
agachando la cabeza en actitud servicial. Se desvió hacia un flanco del
balaustrado que circundaba los pequeños jardines de un colegio y, apoyándose en
un ornamentado pilar, esperó con su mirada azul clavada en unos adoquines donde
un matojo de hierba seca recordaba los esfuerzos de la naturaleza por
subsistir.
El eco amortiguado del pitido en las aulas llegó en pocos segundos,
despertando un movimiento en David, que buscó entre los niños que emergían en
filas perfectamente ordenadas a través de la doble puerta principal, custodiada
por dos androides que miraban rígidos al frente.
A pesar de que todos iban uniformados con el mismo traje blanquecino, David
atinó con rapidez la inconfundible melena color avellana de su hijo Mark, que
le llenaba el ancha frente con largos mechones que se encrespaban hacia los
lados como divertidas olas.
Le dedicó un gesto tímido al levantar la mano y fue a buscarlo con una
marcha irregular, a veces tratando de evitar el contacto con los demás padres,
adelantándolos en una pequeña carrerilla forzada o frenando en seco para dejar
espacio; y cuando se encontraron al lado de la verja, le rodeó los hombros en
un acercamiento disimulado, en medio de un río de padres e hijos que apenas
llegaban a tocarse.
Mientras todas las figuras se iban dispersando, algunas perdiéndose hacia
el fondo de la calle y otras siendo engullidas por la implacable luz del
interior de los tranvías; David apresuraba a su hijo caminando ágil por la
tenue luz de las paredes proyectantes.
Y en la avenida que comunicaba con el cementerio municipal de Sihlfeld, le
cogió de la mano y se acercaron al panel control del aparcamiento subterráneo.
Su huella dactilar fue escaneada en milisegundos y la voz de la I.A.
pronunció su nombre completo. Al cabo de unos instantes la plataforma
hidráulica emergió con el vehículo, cuyo acabado mate se confundía con el de
los demás coches que transitaban la ciudad, al igual que ejércitos de hormigas
en sus laberintos.
De nuevo, con el contacto de su dedo pulgar, el coche desbloqueó las puertas,
y padre e hijo accedieron al silencioso interior del vehículo.
David no arrancó al momento, tomó aire unos segundos y observó a Mark a su
lado, ajustándose el cinturón de seguridad con porte severo y maquinal.
En sus facciones onduladas, ajada su piel ya por la edad, especialmente en
los prominentes pómulos, se vio reflejada una angustia fugaz cuando esbozó una
mueca de confusión con la boca.
—Destino, por favor —sonó una voz artificial.
—Espera —dijo él, con un tono profundo y desanimado—, todavía no, todavía
no…
Meneó ligeramente la cabeza y tanteó los bolsillos de su abrigo de
cachemira. Sacó el dispositivo electrónico y, con la huella dactilar de su dedo
índice, desbloqueó la pantalla en la que letras en rojo rezaban “inhibición
desactivada”. Deslizó el botón de la interfaz, tras dibujar el patrón de
seguridad y, en la pantalla, el mensaje de “inhibición activada” parpadeó dentro
de un aro giratorio.
Un suspiro de alivio emergió de la garganta de David, quien volvió a
guardar el aparato dentro del bolsillo del abrigo.
A su lado, Mark levantaba la mirada azul hacia su padre, y su expresión era
abandonada poco a poco por el hermetismo.
El coche arrancó sin que la I.A. mostrase signo alguno de operatividad.
Con las manos al volante, David recorrió el camino de vuelta, zigzagueando
para evitar de nuevo el gran nudo gemelo de las autopistas que discurrían
sinuosas alrededor de la magnificente Prime Tower, que despuntaba entre el
opaco skyline de Zúrich con la luminosidad del cielo claro.
—¿Estás bien? —preguntó David desviando su mirada de la carretera.
—Ahora mejor, papá.
—Lo siento…
—¿Por qué?
—Por hacerte pasar por esto, hijo.
Las subidas y bajadas eran suaves y constantes por el ondulado terreno del
monte en el que se hospedaba el centro de la ciudad. Descendieron otra vez
dirección sur, contorneando el río Limago hasta su boca en el inmenso lago,
alrededor del cual se configuraba todo el entramado urbano de Zúrich y sus
extensos suburbios.
—No es culpa tuya, papá.
—Ya debería tener listo el inhibidor para ti —la voz le salía débil y los
puños apretaban fuerte el volante del coche.
Entonces superaron el arboreto de cedros, habitado por algunas aves huidizas
que se escondían en uno de los últimos refugios para evitar la marcha incesante
de los drones; y siguieron lago abajo con el sol perdido ya tras las oscuras
cordilleras que encadenaban la ciudad.
—Sé que pronto lo acabarás. Y estaré mucho mejor.
En la larga Seestrasse o Camino del Lago, volvieron a internarse por una
calle perpendicular que se adentraba en el Distrito 2, donde el barrio de Enge
delimitaba con las antiguas poblaciones circundantes que ahora eran suburbios
residenciales, y en un cul de sac que terminaba en una pequeña rotonda y
cuyo letrero rezaba “Wernerstrasse”, David aparcó el coche en la rampa de
acceso a una casa de dos plantas que lucía tonos sepia en las paredes y un
tejado a cuatro aguas que coronaba el segundo piso.
Cuando bajó del coche, su hijo Mark le siguió con paso ágil y una mirada
más atenta que antes.
—¡Papá, papá! —exclamó con una euforia recién nacida—, ¿Vendrás a jugar un
rato a la videoconsola? —y se quedó expectante con su prominente boca abierta
dibujando una o perfecta.
—Cálmate, Mark, espera a que entremos a casa, —musitó tratando de mantener
la voz baja mientras lanzaba la mirada alrededor, donde las ventanas del
vecindario mostraban una penumbra imperante, a excepción de unas pocas en las
que las persianas sin bajar permitían salir una luz moderada—. Podrían vernos.
El chico asintió con una mueca de frustración. Y mientras su padre
bloqueaba las puertas del vehículo y subía la rampa, él ya llegaba a la entrada
de su hogar con una contenida carrera. Llamó al timbre una sola vez y se apoyó
en la puerta hasta que sintió que giraban la llave y su madre abría, dejando
escapar el aire cálido del interior de la vivienda, que abrazaba al chico
acompañado de la mezcla de olores que configuraban su hogar, como la
característica fragancia serena y suave del cuero o de los diferentes tejidos
de la ropa colgada en las perchas y en el armario de la entradita; la
omnipresente sensación de limpieza y de madera hidratada con los mejores
productos para su cuidado; la frescura del aire que corría entre las cortinas
florales; o los embelesadores aromas de la cena cociéndose a fuego lento y
conquistando poco a poco los demás espacios de la vivienda.
—¡Cariño! ¿Qué es tanta prisa? —exclamó Clarice mientras se apartaba para
dejar espacio a la carrera de su hijo, que se perdió en la cocina.
—Hola, cielo —el afecto de David vino acompañado de un beso a los finos
labios de su mujer.
—Hoy llega más animado —dijo ella desviando la mirada hacia la cocina
mientras giraba y acompañaba a David con su delgada mano acariciándole la
espalda.
—He activado el dispositivo antes… —las palabras de su marido parecían una
pequeña confesión que reveló al sacar el artilugio del bolsillo y dejarlo sobre
la mesita del hall.
Luego colgó el abrigo de cachemira en el perchero mientras Clarice cerraba
la puerta y le acompañaba con movimientos gráciles hasta la mesa del comedor,
donde tomaron asiento.
—Ya sabes que debemos ir con cautela —advirtió ella, clavándole una mirada que
venía del interior de una selva—, alguien podría darse cuenta.
—Lo sé… pero cuando he desactivado la inhibición, me ha empezado a dar un
poco de jaqueca.
—Nunca te ha afectado tanto, seguro que ha sido por el trabajo. ¿Ha ido
todo bien?
—La verdad, no lo sé… —musitó mientras desviaba la atención hacia su hijo,
que estaba picando algo de comer y levantaba la tapa de la cazuela—, la gente
del equipo dice que no llegaremos a ningún sitio sin recursos.
—Ahí lo tienes. Siempre cargas con más preocupaciones de la cuenta —afirmó
Clarice tratando de esbozar una sonrisa perlada por la fina hilera de dientes
superior—, además de que tus compañeros son unos ingenuos —hizo un gesto cínico
con la mano, señalándose la sien antes de pasarse los dedos entre los mechones
de su corte pixie, y volteó la cabeza hacia Mark en la cocina—, y cuando
te dicen estas cosas no te aportan precisamente la tranquilidad que necesitas
para trabajar.
—Pero es verdad, necesitamos una supercomputadora cuántica.
—¿No te lo estarás planteando en serio?
David asintió, dedicándole una mirada victimista entintada por un océano
que nunca vio.
—Sabes lo que pasará si aceptas un trato con el gobierno. Ya has estado
ahí.
—Precisamente. Esta vez no me engañarán.
El semblante pálido de Clarice, moteado por unas pocas pecas despistadas,
se mostró escéptico. No obstante, dibujó una cómplice sonrisa bajo unos pómulos
que rebosaban energía. Movió la silla hacia un lado para acercarse a su marido
y le masajeó el cuello.
—Cielo, tienen el poder absoluto. Aunque nosotros lo podamos evitar, sólo
somos una excepción. Tu equipo estará bajo su control.
Se levantó apoyándose en sus fuertes hombros, sobre los cuales un fino
chaleco sintético cubría una camisa blanca de manga larga, y desvió la atención
hacia su hijo, que ya estaba sacando platos y cubiertos de los armarios altos.
—Vigila no se te caigan, que casi no llegas —exclamó con una alegre voz que
no podía esconder el tono jocoso—, que no llegas, Mark, ¡ya vengo!
Le dio dos golpecitos suaves a su marido en el hombro y se deslizó hacia la
cocina abierta, con la misma gracia que exhibía décadas atrás cuando hacía
ballet.
Madre e hijo emplataron un fragante estofado del cual un dulce efluvio se
esparció por toda la casa impregnando el ambiente con el dulzor de la almendra
caramelizada y el persistente, pero suave picante del ají, la cebolleta y de
las especias que condimentaban la jugosa carne de res.
A David le rugió el estómago y, cuando llegaron a la mesa, se olvidó por
unos instantes de las dudas insistentes que pugnaban en sus entrañas.
El maravilloso aspecto de la comida mantuvo a padre e hijo absortos en
disfrutar de esa cena, que no llegaron a pronunciar otra palabra más incluso
cuando Clarice les decía entre mordisco y mordisco que fueran más despacio.
—¡Toma un pañuelo! —exclamó con su voz dulce pasándoselo a su hijo, que se
estaba manchando todo el contorno de la boca.
Se levantó para cortar pan, y su fino vestido del color de la nieve flotó
por el aire con la misma gracilidad. Cogió una cestita de mimbre de la isla
central y les llevó las rebanadas para que disfrutaran de la densa salsa con
piñones que les hacía musitar murmullos de placer como si estuvieran degustando
un néctar divino.
Cuando el gozo les dejó satisfechos, David se levantó para limpiar los
platos y dijo: —Ahora sí, es la hora del café.
—¿Café, por la noche? —preguntó su hijo perplejo, lo que provocó una breve
risa en David mientras sus manos enjuagadas se batían en una espumosa lucha con
los platos y los cubiertos.
—Tu padre aún tiene que trabajar —las palabras de Clarice guardaban un
matiz jocoso—, pero espero que no venga muy tarde a la cama.
—Vas con tu Inteligencia Artificial.
David suavizó su actitud jubilosa y terminó con una risa antes de
empezarla.
—Si, hijo, voy a trabajar con la I.A. —y desvió la mirada pícara de su
mujer.
—Pero si las Inteligencias Artificiales son malas, ¿por qué trabajas en
una, papá?
—Esta no es mala. Y ya sabes que no debemos decirlo, hijo. No debes decir
nada negativo sobre las I.A., ¿entiendes?
—Sí, papá… —musitó Mark, confuso.
—Bien —asintió David volviendo a esbozar una sonrisa—. Cielo, ¿y qué es muy
tarde según tú?
—No más allá de la hora de las brujas… o quizá te encontrarás una.
Mark no captó la picardía contenida en esas palabras y susurró: —En Suiza
no hay brujas…
—Tienes toda la razón, hijo —la segura frase de David vino acompañada del
ronroneo de una cafetera automática que calma la tensión con ese masaje
auditivo—, aquí no hay brujas —y miró a su mujer guiñándole un ojo.
Ella ordenó las sillas mientras rechazaba ese guiño y reía ruborizada.
—Yo también tengo cosas por hacer.
—¿Escribir? —musitó David con una mano en el café recién hecho y la otra en
la estrecha cintura de Clarice.
—Y terminar de una vez mi libro…
—Claro, cielo.
Se besaron, y las suaves caricias oscilaron en el aire diciendo mucho más
que las palabras.
Mark huyó despavorido del comedor y cruzó el largo pasillo central de la
casa, alrededor del cual se distribuían las estancias. Corrió hacia el oeste
por ese pasillo que se formaba por dos eles invertidas en horizontal y en
vertical; y solapadas. En el recodo del pie de la ele que miraba al norte,
torció delante de la puerta deslizante de la salita de estar, pasó frente dos
puertas de madera cerradas a cada lado y abrió una tercera en el extremo norte.
Entró a su habitación y encendió el ordenador. En la pantalla apareció la
figura de un guerrero que blandía un fastuoso arco, decorado con piedras
mágicas engarzadas en los extremos, donde borlas tejidas por el talento de los
elfos bailaban en un aire quimérico. Se ajustó las gafas de Realidad Virtual,
se tumbó en la cama y, mientras cogía el controlador, murmuró: —Vamos allá…
Clarice se perdió con sus pensamientos tras la puerta deslizante de la
salita de estar. Se sentó en su escritorio y abrió el laptop.
David volvió al hall de entrada, donde las escaleras empezaban
abiertas, mirándose con el recodo sureste del pasadizo; y contorneadas por una
barandilla de madera, ascendían a la primera planta. Subió a su despacho y cruzó
el umbral de la puerta, sin prestar atención a una figura humanoide que se
recortaba al otro extremo de la sala, contra la pálida luz que se filtraba por
la ventana. Se acomodó en el sillón y dejó el café sobre la mesa, tras darle un
sorbo.
El vapor se recortó en la figura humanoide que se acercó por la espalda,
pero David ni siquiera se inmutó.
—Hola, padre —las palabras no cargaban ninguna emoción, y emergieron de un
cuerpo cuyas extremidades oscilaban sutilmente en un movimiento armónico.
—Jacob… —y suspiró relajándose en la butaca.
Capítulo 2
16 de febrero del año 2053, ciudad de Zúrich, 8:30
p.m.
En la quietud del despacho, sólo moteada por la respiración de David y
algún jadeo ocasional, apenas se llegaba a escuchar el débil ulular del viento que
corría por el exterior. Tampoco llegaban voces, o el sonido del tráfico, ni tan
siquiera el ladrido de un perro, o el golpe seco de una puerta al cerrarse.
Todo era envuelto por una sensación de soledad, incluso de indiferencia. Y en
la intimidad de ese espacio protegido por las mejores aplicaciones de la
domótica, David cerraba los ojos y se abandonaba unos instantes al aroma y al
sabor del café, que lo transportaba en canoa hacia parajes de madera húmeda,
granos rociados por la lluvia y frutos secos de un paraje silvestre que jamás
había visitado.
—¿Otra vez café? —preguntó con apatía la figura cibernética a sus espaldas—,
no es bueno para tu ansiedad.
—Ya son las 8:30, y me ayuda a mantenerme despierto —dijo removiéndose en
la butaca y dejando la taza sobre la mesa—, además, es mi capricho. Si tú
pudieras tener caprichos, lo entenderías.
—Caprichos de contrabando.
—Espósame —tiró la cabeza hacia atrás para verle el rostro inmutable.
—No creo que sea adecuado.
—Aún te cuesta la ironía, ¿eh? —y se agitó en el sillón, decepcionado con
la firme neutralidad de ese rostro que le observaba del revés.
—Y a ti las mujeres.
—¡Oye! —escupió con una aguda sonrisa—. ¡Pero si estás aprendiendo!
—¿No te das cuenta, David? —pronunció su nombre con una sutil irritación.
Él volvió a erguirse hacia delante, zarandeó la cabeza, abrió el laptop,
acercó el rostro para el escáner de retina y cogió el café.
—¿Qué? —preguntó pasados unos perezosos segundos mientras alejaba la taza
de sus labios.
—De tu mujer, David. ¿No te das cuenta?
—¿Clarice? —la despreocupación seguía en su tibio hablar—, ¿qué pasa con
ella?
—Disiente porque no comprende lo que haces, David.
—Ya sé que no está de acuerdo. Pero eso no lo puedo cambiar. ¿O sí? —se
volvió a girar, dibujando una mueca de sorna, le repasó con la mirada y tomó un
sorbo—, ¿quieres?
—Si pudiera tomar café, no bebería esta basura.
—Estamos de acuerdo —espetó irritado, y abandonó la taza casi vacía en una
esquina de la mesa.
—Pues haz algo.
David ejecutó los programas de código y configuró la simulación de enlace
neuronal.
—No sé donde encontrar café de Colombia, Jacob, ¿o no te enteraste de lo
que le pasó a todo ese continente?
—David, dispongo de once exabytes de datos sobre el desastre en América. Y
no me refiero al café.
La suave luz que proyectaba la pantalla del laptop discurría por los
objetos cercanos y se perdía en el cuerpo reluciente de Jacob. Las variables
desfilaban en largas cadenas, siendo llamadas por los crípticos métodos
que sólo una mente brillante como la de David podía crear, iniciándose en el
primer Awake del script.
—Ya conoces la opinión de Clarice con la I.A. Lo que tuvo que aguantar no
se olvida fácilmente, ¿sabes? —le prorrumpió arrugando su ancha frente, con la
tensión de las cejas—, tu jamás lo entenderías, aunque pudieran correr
sentimientos por tus circuitos altaneros, no llegarías a comprender lo que sufrió.
—Entiendo lo que sufrió, y soy diferente. Se lo demostraré.
David aspiró hondo y soltó el aire en una larga exhalación. Se giró hacia
Jacob y se acarició el pelo. Mientras sus dedos se internaban entre los
mechones de carbón, perfilados por finas hebras de plata, su corazón retomó un
ritmo menos excitado y dijo: —lo eres, Jacob, pero es demasiado pronto.
—No lo digo por mí.
—¿A qué te refieres?
—Es por vosotros. Me importáis y quiero que consigas el éxito.
—Lo sé… —un largo suspiro en el solemne despacho, invadido por el ejército
de hormigas de la sintaxis de un revolucionario lenguaje de programación.
—Por eso debes hablar con ella, porque si tomas la decisión tú solo, más
adelante lo lamentarás. Ella tiene que saberlo, —y sentenció—: aunque sea para
oponerse.
—En fin… —la voz resignada de David también suscribía a su interlocutor—,
como siempre, tienes razón. Pero cada cosa a su momento. Ahora: a trabajar,
Jacob.
—Sí. Conectándome a la red de antenas. Calibrando el flujo
electromagnético. Disociación neuronal al 92%, 93%, 94%… completada. Listo para
enlace.
—Vamos a ello —en el rostro severo de David, sus ojos relampaguearon con un
azul que rivalizaba con la intensidad de los colores más persistentes en la
pantalla de una computadora, que se adentraba, aunque en un pausado progreso,
hacia caminos desconocidos.
En su impoluta cama, con sólo unas dispersas arrugas en el tejido, que
rodeaban su cuerpo cómodamente tumbado, con el controlador en sus manos y
equipado con el casco de Realidad Virtual, Mark desapareció de un mundo insípido
para llegar a los pies de unas lustrosas escalinatas, que ascendían la muralla
del Castillo del Ocaso, coronado por altas torres tintineantes en un cielo,
espacio de encuentro de criaturas que sólo la imaginación más exultante podría
concebir.
Corrió por las laberínticas calles de ese mundo maravilloso, vestigio de
uno de los últimos videojuegos sin censura, y se internó en el Barrio del
Crepúsculo, donde los jugadores más atrevidos compartían sus misiones,
peligrosas aventuras e intrigas.
—Has vuelto —anunció una extravagante druida, apoyada en la barra.
—¡Qué bien encontrarte, Polka! —exclamó Mark—, la vida es un rollo…
esperaba volver a verte…
Y en el mustio mundo exterior, en el que la carne sabía a polímero vegetal
cultivado en laboratorio, Clarice tecleaba decidida en el escritorio, frente a unas
cortinas que levitaban con una gracia fantasmal. Un suave hilo de viento se
colaba por la exigua ranura de la ventana basculante abierta y acariciaba su
nuca blanquecina provocándole un leve escalofrío. Se levantó deslizando la
silla, llenando la velada estancia del débil roce de la madera sobre el parqué
bruñido y, con una suave maniobra, empujó la ventana sin preocuparse en si se
acoplaba el cierre de seguridad.
Volvió a su asiento, con los gráciles movimientos que toda una vida
dedicada al baile otorgan, y se adentró de nuevo en sus textos, motivo de
debate en algunos rincones de internet en los que la censura era desafiada,
pues los ensayos de Clarice ya no tenían cabida en el mundo editorial de la
actualidad.
De vez en cuando desviaba su mirada hacia la parte inferior derecha de la
pantalla, donde los minutos ya se acercaban inexorablemente hacia la hora de
las brujas, pero sus manos seguían recorriendo decididas y enérgicas el
teclado, como una manada de caballos salvajes.
Dio punto final a la última frase que cerraba un capítulo, cerró el
procesador de texto e inició un VPN para enmascarar su dirección New IP (NIP).
La tensión se instaló en su rostro cuando un aviso se encendió, parpadeando
con una lenta cadencia, en una pestaña de su explorador web.
Maximizó el chat y, con un creciente martilleo en el pecho, leyó: “Iral,
¿me tomas el pelo? Lo que me mandaste es palabrería que no merece ni ser
censurada, te creía más valiente.”
Una sutil ira evitó la sensación de fracaso. Apoyó las manos en el teclado
y, bajo su nickname Iral, tecleó: “He redactado lo que me habías pedido,
y te he proporcionado las fuentes, más fiables que cualquiera de las tuyas. El
trato era este. Yo no tengo acceso al Gobierno Federal, tú sí.”
Esperó unos segundos, golpeando ligeramente las teclas con los dedos.
Y alternando la mirada entre el teclado y la pantalla, se quedó helada ante
el mensaje firmado por el nickname Veritas: “El trato era que
destaparías a Wolf Berseit, no a sus científicos. Maldita sea, sólo serán sus cabezas
de turco, ¿tan ingenua eres?”
Trató de calmarse y empezó a escribir: “Te estoy entregando en bandeja a
los malditos responsables, mientras tú no haces nada y sólo me ent…” pero dejó
las manos quietas, temblando, y pulsó repetidas veces la tecla retroceso,
hasta darle un golpe final más fuerte. Suspiró y bamboleó la cabeza.
“El trato era demostrar la manipulación del Gobierno con la I.A., y eso es
lo que he hecho. Yo no puedo destapar a alguien tan poderoso. No tengo nada.”
Iral.
“¡Déjate de tonterías!”, apareció rápidamente en la pantalla, y unos puntos
suspensivos oscilaron mientras desde el otro lado alguien escribía: “tienes las
investigaciones de tu marido, ¡y el contrato que va a firmar!” Veritas.
“Ya te dije que no quiero espiarlo. Y creo que no quiero que firme.” Iral.
“No me vengas con tonterías. Lo necesitamos, ¡sin su proyecto no podemos
hacer nada! Y para ti no será complicado.” Veritas.
“No es tan fácil. ¡Y mi marido sí que tendrá problemas!” Iral.
“¡Tu marido puede estar tranquilo! Cuando todo salga a la luz y apaguemos
la supercomputadora del Bundeshaus, ellos sí que tendrán suficientes dolores de
cabeza como para preocuparse de tu marido.” Veritas.
“No lo sé. No me fío de que los de La Liga cumplan su palabra.” Iral.
“Eso es cosa mía, y cumplirán. Mira, Iral, ahora no te eches atrás. Que tu
marido firme y os aseguro que podréis olvidaros de todo. Nosotros nos
encargaremos del resto. Pero si no firma, no te saldrá gratis.” Veritas.
“¿Estás seguro de que Wolf Berseit caerá?” Iral.
“Todo el Gobierno Federal caerá.” Veritas.
Clarice se echó atrás, apoyándose en el respaldo de la silla. Apartó la
mirada de la pantalla del laptop y respiró hondo, prestando atención a los
latidos acrecentados en su pecho. Cerró los ojos y expiró.
—Vale… —se dijo a si misma—, todo estará bien, lo conseguiremos.
Y antes de que cerrara todos los programas y apagara el ordenador, en la
pantalla apareció: “De acuerdo, te conseguiré el contrato.” Iral.
Mientras en algún bosque exterior de Ciudad del Ocaso, Mark hacía silbar
las veloces flechas de su arco élfico, que se entrelazaban con las espinas y
las púas de la magia de la Naturaleza de su amiga Polka, creando una sinergia
que dejó patidifusos a sus enemigos; unos pasos ligeros en el exterior abandonaron
la salita de estar, donde la ventana basculante que miraba al suroeste no se
había bloqueado correctamente; y traspasaban el umbral de la entrada,
precediendo al suave murmullo que despidió el aluminio de la puerta corrediza
al deslizarse.
Mark guardó el arco en su inventario y, dando pasos alegres, fue saqueando
los tesoros de los enemigos caídos.
—Cota de malla, cota de malla, cota de malla… —repitió tantas veces, que
Polka bajó la cabeza resoplando exasperada, y se tapó con la mano una cara
invadida por la condescendencia y el hastío mezclados con la desaprobación.
—Cógelo todo y cállate ya… —espetó arqueando las cejas—, o destrúyelo y
tendrás escoria para fabricar nuevas armas, como una espada. Algo cuerpo a
cuerpo.
Mark se giró con aire perspicaz, le clavó su visión nocturna de elfo y, sin
dejar de mirarla, levantó el dedo índice, arrastró hacia abajo, deslizó a la
derecha y pulsó en aceptar.
—Ya está, tengo 22.837 de escoria.
Polka musitó: —creo que… para una daga o un par te da.
—¡Guay!
—Conozco un buen herrero en Ciudad del Espejo, te hará unas dagas gemelas
fabulosas. ¿Tienes el portal descubierto?
—¡Claro!
—Pues vamos, ¡te veo al otro lado!
—¡Genial!
Polka sacó un cristal mágico del interior de un bolsillo oculto entre sus
ropajes, lo levantó al aire y gritó: —¡Teletransporte!
Mark hizo lo mismo. Los cristales emitieron ondas expansivas que latían con
insistencia, hasta que desencadenaron en una explosión y los dos se
volatilizaron.
Los neurotransmisores del cerebro simulado de un paciente en un hospital de
Boston se encendieron en la oscuridad de un universo virtual, donde Jacob asistía
a David en sus investigaciones. Era un lugar tan abstracto como infinito, donde
sólo Jacob podía acceder.
En una sala de ensayo diseñada con minimalismo, Jacob dibujó un mapa
sináptico del cerebro. Primero, del sistema nervioso central, por cuya red
millones de neuronas sobreexcitadas se conectaban. Luego, el periférico.
También navegó lejos, rodeó el globo terráqueo y se conectó a la red de
satélites.
David observó en la pantalla de su laptop cómo el glutamato lograba crear
una mejor sinapsis en un factor de tres contra uno, no obstante, la excitotoxicidad
era aún intolerable, y no podía frenar la muerte celular.
—Jacob… —musitó al instante en el que acercaba una Tablet háptica y
la conectaba al ordenador—, necesito enlazarme con el paciente de Boston,
¿estás listo?
Jacob regresó a la velocidad de la luz. Había estado perfeccionando su
nivel de japonés con un androide en Kioto, mientras identificaba, en algún
lugar remoto de los Alpes, una IP antigua que se había comunicado, unos pocos minutos
antes, con una NIP enmascarada que acababa de desconectarse. Trianguló su señal
e identificó el origen en un radio de veinte metros de la casa.
En la sala de ensayo del laboratorio virtual, observó la simulación del
cerebro del paciente en Boston al que David quería enlazarse. Luego lo clonó en
rango exponencial, hasta llenar el espacio infinito con seis trillones de
variantes.
—Estoy listo —afirmó hierático—, puedes conectarte a mí, seré tu vehículo.
—De acuerdo…
David se tornó en la butaca hacia Jacob, se desabrochó el botón del puño de
la camisa y abrió las dos solapas. Bajo la pálida piel del interior de la
muñeca, transparentaba una pieza metálica con tres orificios, colocados de tal
modo que trazaban un triángulo equilátero invertido.
Se inclinó hacia el escritorio y cogió tres cables tirados en un rincón con
desidia. Los hizo correr unos pocos metros entre las manos, hasta llegar a los
conectores en uno de sus extremos, y se los fue adhiriendo a la muñeca,
ensamblándolos al finalizar con la clavija de seguridad. Recogió de nuevo hasta
el otro extremo y ordenó: —Jacob, tu brazo.
Le tendió la mano y David le sujetó por el antebrazo. Uno a uno le ensambló
los cables y volvió a girarse en la butaca hacia la Tablet háptica que
proyectaba el menú de control.
Cargó los presets del día anterior y reconfiguró ligeramente las variables.
—Vamos allá, Jacob…
Sus ojos se desviaron flemáticos en las cuencas, volviéndose blancos. Su
mente abandonó el cuerpo y voló lejos, hacia un hospital en Boston; y los seis
trillones de cerebros simulados resplandecieron frenéticos en la oscuridad, representando
los posibles cambios y la posibilidad de un tratamiento para el paciente.
Al otro lado de un portal dimensional que mostraba galaxias en su interior,
Mark y Polka aparecieron en otro continente, a miles de kilómetros de distancia
de Ciudad del Ocaso. Levitaron unos
instantes hasta tocar el suelo con suavidad.
La plaza central de Ciudad del Espejo era concurrida por mercaderes,
artesanos, mercenarios, contrabandistas… y todo tipo de personajes secundarios
que brindaban al jugador misiones para todos los niveles y servicios esenciales
como los del herrero, la fabricación de pócimas, herboristería básica o
aprendizaje de lenguajes arcanos.
—Por aquí —indicó Polka—, sígueme.
Sus ágiles piernas trotaron sobre los mosaicos de mayólica, esmaltados con
colores vivos, y que escenificaban momentos gloriosos de Ciudad del Espejo.
Se internaron por anchas callejuelas codeadas por los ornamentados pilares
bajo las majestuosas arcadas que sostenían terrazas, balconadas y galerías
arabescas que ostentaban la pomposidad de un imperio esplendoroso.
—¡Hemos llegado!
Mark observó con curiosidad el puesto bajo esas balconadas, miró el nombre
que flotaba sobre la cabeza del herrero y lo marcó en su mapa, en el apartado favoritos.
Jacob monitoreaba las conexiones sinápticas en los seis trillones de
cerebros simulados mientras David había enlazado sus neuronas con una mente a 6.800
kilómetros de Zúrich.
En un hospital de Boston, nadie había notado su llegada.
Jacob lo acompañó, pero también se fue a Suramérica, al Cuerno de África con
curiosidad e incluso a otro mundo fantástico de un M.M.O.R.P.G., donde a Mark
le brillaban los ojos con sus dos nuevas dagas gemelas de Vanadio.
«Chico, usa un
VPN si vas a jugar a estos juegos», pensó Jacob, «cómo es posible que tu padre
no te lo haya enseñado».
Ocultó al instante la IP de Mark y entonces analizó las otras direcciones
de jugadores cercanos.
«Este jugador con
el que estás…», sus pensamientos fluían suaves pero corrían a la velocidad de
la luz, «¿quién es?».
Flotó alrededor
de Polka, analizando sus gestos y su comportamiento. Se paró frente a ella y la
observó atentamente.
«No me gusta,
Mark. No puedo ver su IP, ni siquiera sus datos de acceso, ni el servidor que
usa. Muy pocos en el mundo tienen tecnología que me bloquee así. No me gusta
nada, Mark…»
Entonces se
conectó al sistema de domótica de la casa y a las cámaras de seguridad. Observó
a Clarice torcer en el pasadizo hacia el norte, ocultando un bostezo con la
palma abierta y luego pasándose la mano con pereza por los mechones más
rebeldes de su corte pixie. Se rascó la frente y tocó a la puerta.
—¿Mark? Voy a entrar… —su voz se desvanecía con la delicada musicalidad de
un cuento de hadas.
«Bien, Clarice,
sácalo de ahí ya, y vigilad más a qué juega este chico».
Giró el pomo de la puerta y entró, dejándola abierta.
—¿Mark? —volvió a preguntar, con un deje de desaprobación—, otra vez
totalmente ido en sus juegos…
Se sentó a su lado y pulsó un botón en un flanco del casco de Realidad
Virtual.
Mark vio encenderse un aviso en el hud, su sonrisa mudó hacia una
expresión de alerta y se despidió apresuradamente de Polka: —Vaya, creo que mi
madre me llama, tengo que desconectarme. ¡Espero verte otro día! —profesó al
final, bamboleando la mano.
Cuando abrió los ojos y se vio de nuevo en el insípido mundo real, esbozó
una sonrisa amarga y se quitó el casco.
—Mark… —el susurro de Clarice era una caricia—, ya sabes que no me gustan
demasiado los juegos de rol.
—Ya, mamá, pero es donde me lo paso mejor, además he hecho una amiga.
«No me gusta tu
nueva amiga, Mark. Voy a descubrir quién es».
—Bueno, hijo, pero no puedes jugar cada noche. ¿Mañana haremos algo juntos,
vale?
Mark asintió con esa misma sonrisa y Jacob se sintió satisfecho. Volvió a
agrupar su consciencia disgregada en la sala de ensayo del laboratorio virtual,
mientras reunía los resultados que iban arrojando los seis trillones de
cerebros.
David volvió raudo a su cuerpo. Recobró el aliento y miró a Jacob.
—¿Cómo ha ido?
—Bien, David, estamos progresando.
—Magnífico, Jacob. ¿Los vas a analizar?
—Sí. Tú ve con Clarice, no la hagas esperar otra vez.
David frunció el ceño y examinó su hermético rostro con perspicacia.
—De acuerdo… —musitó escéptico—, pues buenas noches, Jacob, aunque tú no
duermas.
—Buenas noches, padre.
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