Feliz por primera vez zquí - Azel Highwind

 

El chico camina bajo el cielo nocturno casi arrastrando los pies, con la cabeza agachada y las manos ocultas en los bolsillos de los pantalones.

Las luces que engalanan las fachadas de esa villa inglesa colorean el suelo empedrado, y las piedras, bañadas en oro, emiten alegres centelleos que se funden en la atmósfera perlada por copos de incipiente blancura.

Ya es la tercera noche que la nieve visita el lugar, cubriendo el verde oscuro de los arbustos, los sinuosos caminitos que se pierden entre el laberinto de casas bajas, los tejados de negra pizarra, los parques taciturnos y adormilados que escuchan ensimismados los villancicos que trae el viento helado…

Por un momento siente un ligero escozor en los ojos, aprieta fuerte los puños dentro de los bolsillos y levanta la mirada al cruzarse con un cartel que reza: “Welcome to Bickerton”.

Su corazón se acelera bajo el pecho repentinamente frenético. Tiembla y hace un esfuerzo por no llorar cuando recuerda la voz de su madre despedirse al colgar el teléfono. Deja escapar el aliento tras una inhalación larga, y la nube de vaho que se forma enfrente traza figuras fantasmales en la fría oscuridad.

Cierra los ojos, ignora las voces de alegría que se escuchan en las estrechas callejuelas, entre vecinos de camino a sus casas para celebrar las fiestas y, como cada noche, se sienta en un banco que está frente los columpios. El frío se apodera de su espalda cuando se apoya en la madera. Un suspiro brota en su boca, el aliento solitario se escapa de sus labios, acompañando palabras de abandono y profunda desesperanza.

El olor tostado de castañas al fuego se cuela entonces en el parque, risas femeninas de complicidad llegan para balancearse en los columpios, y mientras la hija se deleita con los frutos recién tostados, su madre suspira cansada, pero, a la vez, con una tranquilidad que endulza sus facciones juveniles. Sonríe y saluda al chico que tantas veces ha visto solo en ese banco.

Su rostro compungido no responde, y baja la mirada.

—Are you ok?

Yes, yes.

La chica le observa con una ternura que mucha gente sólo conoce de los cuentos de hadas.

—You look sad… can I sit with you?

—Ok.

—You are not from here, you don’t look familiar.

—Yeah.

—Where are you from?

—Spain.

—And what are you doing here?

Las palabras se funden con los débiles villancicos que se escuchan a lo lejos, y el silencio reinante eleva con una gracia solemne el chirrido de los columpios.

Al chico le cuesta responder.

— I came for work, but...

—Hasn't it turned out as you expected? —la pregunta, que podría parecer demasiado indiscreta, calma el corazón agitado del chico.

—No.

—Don’t worry, we have to keep fighting —su mirada corre hacia donde está su hija y se pierde en las oscilaciones casi hipnotizadoras de los columpios.

El chico se atreve a clavar sus ojos en los de ella y, por un momento, una sonrisa inocente borra un poco el pesar.

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A la noche siguiente, entre el titilar ligero de las lucecitas rojas y verdes, que juegan a sucederse cual carrera de relevos, los pasos del chico suenan algo más resueltos, casi avanzando con presteza.

Atraviesa la calle empedrada devolviendo el saludo a un vecino y se para un momento para comprar castañas recién cocidas. Prueba una y su rostro muestra satisfacción.

Reemprende el paso dejando atrás los altos abetos que cercan la casita verde pistacho, rematada con madera de cerezo en los frontones y en los marcos de las ventanas por las que se escapa una luz anaranjada y cálida.

El cartel que da la bienvenida al pueblo, decorado con ribetes de aspecto mágico, pasa por su derecha y es relevado por frutales en lo alto de un margen de piedras cuadradas. Al otro costado nacen pequeños arbustos y pastos duros que rodean un huertecito frente la casita de color caoba, residida por un matrimonio anciano que, de vez en cuando, regala sus verduras y hortalizas a los vecinos.

A medida que sus pasos le llevan al parque en el que tantas noches ha sentido la desesperanza de su soledad, observa con ánimos renovados la belleza de las casitas bajas de esa villa inglesa. Se sienta en el banco y el frío en su espalda ya no le molesta tanto. El tacto áspero de la madera ahora le reconforta un poco, y se pierde resiguiendo cada estría. Frente a él las hojas caen sobre un manto amarillo, y los crujidos de nuevas pisadas dan la bienvenida a las risas de madre e hija, llenando de nuevo el vacío del lugar.

—Glad to see you again.

—Thanks… —duda un rato—, me too.

—You are always alone.

—I have no friends, yet.

—That is so sad —su voz, lejos de transmitir tristeza, parece contenta—, you should come to my place, it’s Christmas.

—Do you really think so?

—Yeah! —la exclamación suena como el tintineo de dos copas brindando y, a su espalda, la hija ríe con las mejillas rojas de emoción.

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El pequeño comedor de la casa se vislumbra cálido en la luz de un fuego de tierra, y el sutil olor de leña quemada y carbón que cae en ascuas perfila y da más presencia, aún si cabe, a los aromas dulzones que llegan con la anfitriona, entre sus manos cubiertas por guantes de cocina.

Deja la cazuela en el centro de la mesa, se sientan los tres entrelazando sus manos en un círculo de bendiciones y se sirven con la delicadeza que produce la timidez de quienes aún no se conocen demasiado.

—I hope you enjoy this meal, it may not be as good as the one your mother makes, but I hope our company here can fill the void of her absence…

—Yeah —sus lágrimas ya no son tan amargas—, I’m happy for the first time here, thanks.

 

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