Agotada tras el largo descenso en la
absoluta oscuridad de la caverna, apenas puedo mantenerme en pie. Me arrastro
entre las rocas siguiendo el ruido que hacen mis amigos.
No sé cuánto tiempo llevaremos sin
hablar y conteniendo nuestros gritos, Dutch no lo soporta más, empieza a gemir
y todos escuchamos el rugido que le responde. Siento las piedras chasquear
cuando huye, pero estoy tan desorientada que no distingo si se acerca o se
aleja. Un trotar demasiado pesado para ser el de un humano se confunde con sus
pisadas.
No me atrevo a levantarme. Gateo
sobre los pedruscos buscando un escondite cuando unas piernas me golpean en el
costado. Se me escapa un grito y bloqueo mi boca con las dos manos. El crujir
de huesos rebotando contra las rocas insinúa a mi mente la imagen grotesca del
cuerpo de Dutch retorciéndose en el suelo.
—¿Qué ha pasado? —la voz de Gloria
tiembla entre el llanto que arroja su garganta.
—¡Cállate! ¡Y deja de llorar! —Jack
habla fuerte, aunque su esfuerzo por no hacer ruido es sobrehumano.
Lo percibo a pocos pasos de
distancia, corriendo en dirección a Gloria. Su llanto cesa de golpe y se
transforma en un gemido ahogado.
Jack es fuerte, y está tan
horrorizado que no se da cuenta de lo que ha hecho a su amiga. Tampoco nota la
cabeza ensangrentada entre sus manos nervudas, el gruñido incesante que nos
acecha atrapa toda su atención.
Está tan cerca que puedo oler su
aliento a pez podrido. Me quedo rígida notándola pasar por mi lado y, aunque no
pueda verla, sé que se ha puesto en cuclillas para devorar a Dutch. Con cada
mordisco mi cuerpo tiembla. Sólo puedo escuchar el ruido de masticar carne y
romper huesos, que se reverbera entre las extensas cámaras rocosas.
La idea de suicidarme atrapa mi
mente. Pienso que abrirme la cabeza contra un canto afilado sería la muerte más
piadosa. Pero no tengo valor para intentarlo.
Desvanecidas todas mis esperanzas, me
hago un ovillo y abrazo la fría y áspera roca que ha debido asistir a tantos siglos
de horror.
Trato de imaginar que nunca hice el
viaje a Perú, que no me están engullendo las entrañas de un mundo oculto cuya
mera idea, sólo un atisbo de su existencia, enloquecería la mente más estoica.
Niego esa realidad y trato de visualizarme en el exterior, donde hay un sol y
el aire es fresco.
Entre las lágrimas me veo a mí misma
coger el avión, pasear por Lima y emprender esos senderos hacia el interior de
las selvas más recónditas, riéndome de las leyendas retorcidas que nos contaban
los lugareños cuando pasábamos por el lado de una estatua ancestral o de unos
jeroglíficos tallados en la roca.
No sé cuánto tiempo ha pasado desde
que cruzáramos los límites que marcaban las horrendas estatuas, ignorando las
advertencias de esos hombres que corrieron despavoridos. Deberíamos haberlos
seguido. Pero nuestra osadía nos llevó al interior de la caverna, y cuando nos
quedamos sepultados, sólo pudimos contar dos días hasta que nuestros aparatos
electrónicos nos fueran abandonando.
En las primeras horas… no quisimos
movernos del sitio. La idea de adentrarnos más en la caverna nos hacía temblar.
Así que esperamos un rescate. Pero empezó a faltarnos el oxígeno, se nos acabó
el agua y la comida, y algunos se pusieron irascibles. La absoluta oscuridad
que nos privaba de la vista también nos produjo delirios.
Voces amigas que había escuchado
escasos momentos antes, ya no volvieron a sonar. El tiempo y los espacios se
distorsionaron.
Y en algún momento se desató el caos.
Algunos bajaron hacia las
profundidades de la caverna, esperando encontrar un río subterráneo. Otros
cogieron túneles que se desviaban… hacia el vacío.
Esa falta de orientación me produjo
vértigo.
Empezamos a notar una corriente de
aire. Y aunque el terror galopaba en nuestro pecho, descendimos detrás de su
flujo que desaparecía sinuoso para regresar más tarde con débiles ráfagas.
En los abismos de ese lugar jamás
penetrado, agradecí el tacto áspero e hiriente de las rocas. Y, abrazada a
ellas, el grito de Jack me devuelve al presente. Unas pisadas parecen
acercarse. Acompañan un gruñido que dibuja imágenes tan extravagantes en mi
cabeza por las que me encerrarían en un manicomio de atreverme a confesarlas.
Tiemblo. Cuando Jack cae a mi lado quiero abrazarme a él. Me coge, me levanta y
me empuja contra lo que se acerca gruñendo.
Siento unas garras clavarse en mi
estómago, rocas desprenderse y golpes por todo el cuerpo. El vacío gira con
locura en un vórtice de pesadilla.
Mientras caigo, escucho los gritos
desgarradores de Jack perderse en las alturas. Luego la sensación de ser
engullida y un flujo escupirme entre un chorro gigantesco que cae sobre un lago
de cegadora claridad.
Durante confusas noches, indígenas entonan
cánticos salvajes, bailan y beben brebajes cáusticos para escupir al aire.
Las pesadillas remiten, mi mente
enfebrecida se calma.
Y ahora, viendo los ojos asustados de
la anciana que se agarra a mi brazo, sé que no salí sola de la caverna.
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