Satisfecho
después de la comida del mediodía, y justo en el momento en que el vecino de
arriba empezaba sus clases de piano, Galán fue a su habitación para disfrutar
de una dulce siesta. Se desnudó aún de pie en medio de la habitación y tuvo
ganas de tocarse, las notas suaves que fluían le invitaban a ello, pero se
contuvo, pensando en el esfuerzo que estaba haciendo para curar su adicción al
sexo. Por eso, cuando su compañera de piso abrió repentinamente la puerta del
dormitorio y se quedó apoyada detrás del marco, como una súcubo que aparece
desde un portal del Infierno, lo que otrora se habría convertido en dichosa
sensación de aventura, en ese instante hizo que se sintiera como el plato
predilecto de un bufet libre.
Y al ver sólo
la delgada cinta del sujetador deslizarse por la fina piel de su hombro y la
esbeltez de una pierna desnuda acariciar el canto de la puerta, se tensó aún
más y sintió la dureza apoderarse de él y de su miembro palpitante…
—Estoy
aburrida, Galán —la voz recordaba el dócil maullido de un gato—, ¿hacemos algo?
—¡Antes de
entrar en una habitación se llama! –la frase salió de su garganta espoleada por
latigazos.
Ella esbozó
una sonrisa que mezclaba a la perfección un poquito de inocencia y simpatía,
con la dosis justa de atrevimiento. Sus ojos claros le resiguieron el cuerpo mientras
se relamía con disimulo y en el piso de arriba un adagio acariciaba las
paredes.
—No me digas
que ahora te has vuelto tímido… con ese tesoro que guardas entre las piernas.
Galán dio un
respingo, se abrazó a sí mismo como si lo hubiesen desplumado y lo fueran a
lanzar a los tiburones. Y la imagen que se sucedió a continuación fue la de un
pollo asustado corretear hacia la cama, cogiéndose una manguera que ya había
apagado demasiados de los fuegos ocasionados…
—Serás payasete —su sonrisa era una medialuna
infernal teñida de sangre—, no es hora de irse a dormir.
—Déjame,
Miranda, por favor te lo pido, estoy muy muy cansado —una súplica que era a la
vez sumisión y no podía esconder el intento velado de reverencia.
—Me encanta
cómo pronuncias mi nombre, Miranda…
Los Si se
enlazaban con los Mi en dúos de perfecta sincronía, envolviendo unos acordes
que eran el perfecto marco para la voz de Miranda.
—Yo no lo
pronuncio así.
—Vaya que no.
—¡Vete,
Miranda!
—¿Ves? Así
tan sexy… —las palabras se disiparon en un susurro, como si estuviese lanzando
un hechizo—, vamos, Galán, hagamos algo divertido…
El calor
entre sus piernas se convirtió en sofoco. Se tapó con una mano la irritada erección,
después de tantísimas batallas la semana pasada y, con la otra, intentó subir
las sábanas, que se encallaron entre sus pies nerviosos.
Ella,
lanzando al aire un «no quiero estar sola…» entró corriendo de puntillas y saltó sobre
la cama, quedándose arrodillada en su regazo e impidiendo que pudiese cubrirse.
—Pero, ¿qué
demonios haces? —la voz de Galán se deshizo en un gallo.
—Si no he
hecho nada —sus trémulos pechos saltaron cuando ese inclinó sobre el chico—,
sólo quiero estar un rato contigo…
Las sábanas
subieron de golpe tras un forcejeo y Galán se echó a un lado aferrándose a
ellas.
—No seas
tímido —palabras que pronunciaría una vampiresa sedienta de sangre antes de
atacar.
—Qué va… —trató
de desviar la mirada de sus hinchados pechos que parecían querer escurrirse por
los lados del sujetador—, pero antes de dormir quiero leer.
—¿Leer?
¡Qué aburrido! Charlemos un rato antes de dormirnos…
Y
terminando de pronunciar ese verbo en plural cargado de intención, deslizó su
cuerpo liviano hasta colarse dentro de las sábanas.
Galán,
como impulsado por un resorte, se sacudió hacia el otro lado y se arqueó
evitando el contacto de su miembro endurecido contra esa piel que, sólo con su
contacto, te hacía volar hacia paraísos de seda que conservaba aún la saliva de
su creadora.
Los labios
de Miranda, que nunca había visto tan relucientes y con una humedad que podría
gotear en cualquier momento, se abrieron musitando palabras que no conseguía
reconocer y quedaban diluidas tras la imagen de ella chupando y relamiendo que
se le dibujó en la mente enfebrecida.
Entonces los
pies de ambos se cruzaron en lo profundo de la cama. Las caricias surcaron la
piel arriba y abajo y el alegreto vigoroso hizo vibrar las cuerdas del piano.
Galán notó las frías manos deslizarse por su pecho y olió la fresca menta del
dentífrico fluctuar entre la lengua juguetona. Y aunque su cabeza trataba de
imaginar horrores bíblicos y catástrofes mundiales que arrasaran países, su
polla dolorida dejaba de lado la hinchazón y sólo podía pensar en abrirle las
piernas y adentrarse a la aventura.
-¡Sí!
¡Clávame la estaca!
En el piso
de arriba, las gráciles manos de un pianista desconcentrado resbalaron por las
octavas y perdieron las teclas que querían tocar.
—¡Otra vez
dale que te pego, ni dos días ha aguantado! —la queja del pianista se
escuchó hasta en el rellano.
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