Una sonrisa manchada de sangre - Azel Highwind

Nicole despierta arrasando el oxígeno a su alrededor, absorbiendo el aire tanto como su garganta cortada puede aguantar sin romperse. Su cuerpo bambolea de un lado a otro notando que cuelga amarrada de los tobillos. Al instante palidece, y cuando sus pulmones vacíos se llenan, se sacude sin control en el aire. Se lleva la mano al corazón y se retuerce la piel mojada de su pecho con unos dedos que nota helados, como el resto de su cuerpo.

El olor enrarecido a moho y a humedad se transforma en vómitos. Escupe los últimos restos doblándose sobre sí misma, sintiendo que el estómago va a digerirla por dentro.

La otra mano se desliza hacia la nuca, cruzándose en silencio con dos riachuelos de sangre. Con el dedo resigue los pequeños orificios y tiene la sensación que han cicatrizado. La herida en su cuello también termina por cerrarse.

Cuando sus ojos se acostumbran a la oscuridad y todo su cuerpo va perdiendo la rigidez, consigue elevarse hacia las ataduras con una fuerza y una energía que no reconoce. Con las uñas corta las cuerdas y cae de cuatro patas al suelo. Se pone en cuclillas y escucha con atención.

Al principio parecen muy lejanas, pero a medida que sus sentidos se acostumbran, las pisadas se notan a pocos metros sobre su cabeza. Llegan creando eco a través de la madera gruesa.

Se levanta estirando los brazos, pero en la oscuridad cerrada se da cuenta que no necesita ir a tientas. Sus ojos distinguen perfectamente el interior de la mazmorra y sus manos resiguen con admiración la roca de las paredes de ese lugar antiguo.

Sus sentidos se agudizan, y pronto su oído consigue captar el sonido de la humedad escurrirse por las vigas; el de las minúsculas gotas estallar en el suelo; el que emiten los diminutos insectos, bañados por una claridad insólita que ningún ojo mortal podría percibir, al frotarse las patas, batir sus alas membranosas y revolver las voraces mandíbulas en busca de alimento. E Incluso mucho más allá de los anchos muros, escucha el murmullo de la lluvia que viene del exterior.

También distingue tres voces diferentes entre ocasionales carcajadas.

Con paso ágil esquiva los huesos rotos que se han desprendido de una pila apoyada contra la pared y sube las empinadas escaleras con apenas unos saltos que, para un observador corriente, parecerían movimientos dominados con absoluta maestría después de mucho tiempo de ensayo.

Entre una grieta de las maderas clavadas en el armazón de la puerta de acero, examina una sala de estar decorada con lujosos sofás tapizados con terciopelo, cojines de bordados tan delicados y pretenciosos como los de un palacio, cubertería de plata que parecería digna de la realeza si no fuese por las manchas rojas y las salpicaduras secas; y un fuego a tierra que proyecta las sombras danzarinas de tres figuras que ríen, gesticulan con entusiasmo y beben un vino que no es vino y por el que el corazón de Nicole desemboca en desenfrenados latidos y un deseo que la hace arder por dentro.

Arremete una y otra vez contra la puerta, y los tres individuos se giran derramando las copas.

¡¿Qué demonios es eso?!

¿La has convertido en lacayo? -la pregunta, disfrazada de sorpresa, no puede esconder el susto que le ha invadido.

No, la maté. La maté, joder. Ningún mortal podría sobrevivir…

¿Estás seguro?

Es sólo una humana, joder, ¡no puede haber sobrevivido!

La puerta revienta contra el otro lado de la pared y los hombres desenfundan las espadas al ver la aparición de Nicole, con el cuello sanado y los pies que dejan de tocar el suelo de madera.

Con un nudo en la garganta: es imposible, ¡sólo sucede cada dos mil años!

¡Calmaos! ¡Somos más antiguos que ella!

Pronuncian palabras en un lenguaje antiguo, sus ojos se encienden con el poder de un alba que les es prohibida y en las palmas de sus manos se encienden sortilegios capaces de vencer al peor de los enemigos.

Pero cuando Nicole se eleva en el aire y la luz ansiosa de las llamas se vierte sobre su piel extremadamente blanca, ningún hechizo es capaz de someterla, ningún filo de sus espadas consigue atravesarle el corazón, ni tan siquiera el fuego de las armas modernas acierta un sólo disparo…

Sus rostros se contraen con un terror perdido en los anales de la historia, oculto en un tiempo tan viejo como el mismo mundo, ignorado en el desdén hacia la naturaleza y en la innegable sensación de saberse superiores a los mortales.

En el exterior de la mansión, la tormenta arrecia con fuerza, los rayos acompañan con la violencia de sus destellos las salvajes embestidas, los truenos retumban sobre los bosques silenciando los gritos y entre las negras alas de un remolino de cuervos se pierde la furia dejando atrás sólo silencio.

Sentada en una butaca de terciopelo y meciendo el contenido de una copa, Nicole suspira después de un largo sorbo, sintiendo su cuerpo otra vez caliente. Y bajo sus ojos encendidos y las mejillas rosadas, los afilados colmillos se dejan entrever totalmente desarrollados en una sonrisa manchada de sangre.

 


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