Un monumento a la paz - Azel Highwind

Los orígenes de la gran nación que es China, inquebrantable y eterna, están rodeados de antiguas leyendas que se remontan a los albores de la civilización.

En esos tiempos, criaturas mágicas habitaban el mundo y jugaban, caprichosas y a veces traviesas, con el destino de la gente.

Con el avance de la civilización y su creciente poder, estas entidades empezaron a irse. Algunas incluso perecieron en las guerras del hombre, en conflictos totalmente ajenos a ellas; otras simplemente se marchitaron ante el progreso del hierro y el fuego.

No obstante, alejada de la agitación de este mundo, en la paz y la tranquilidad de un templo budista oculto en la bruma, una última criatura mágica vivía en armonía con los monjes, compartiendo sus enseñanzas, su filosofía y unos principios esenciales para la integridad del mundo.

Por desgracia, la vanidad del hombre y las ansias de conquista de los emperadores chinos pronto sumirían sus tierras en una cruel guerra, bañando sus cultivos y sus benditas praderas con la sangre de los inocentes.

Era el año 649 cuando empezó todo.

Con el ansia de conquista, las guerras se volvieron continuas. No obstante, las peores batallas no se librarían contra otras naciones, sino que estallarían entre hermanos, dentro de las fronteras chinas.

Al nuevo poder no le gustaba el pensamiento independiente, la filosofía o la diversidad religiosa. Veían en el budismo una amenaza para sus planes bélicos.

La milicia de la capital imperial formó filas. Sus maniobras fueron rápidas.

Los monjes Shaolin debían ser exterminados.

Mientras tanto, en el brumoso patio de un templo erigido sobre el pico de una escarpada montaña, lugar en la que aún moraban los misterios y el recuerdo de una época mágica, Shi Su She, que estaba absorto en sus meditaciones, regresó al mundo terrenal cuando su buen amigo, un tigre mágico que había contemplado siglos de guerra, le dijo:

—El mundo está sembrado de traición. Las guerras que China está llevando a otras civilizaciones terminarán estallando dentro.

—Lo sé. La meditación siempre me conduce a la misma respuesta: sólo ella puede evitarlo.

—Tienes demasiadas esperanzas en esa mujer —sentenció el tigre Aerembus.

En ese lugar mágico los animales vivían confiados alrededor de los monjes Shaolin. Las copas de los árboles eran habitadas por todo tipo de aves, en sus ramas las ardillas y los canguros de Huon compartían hogar con enormes orangutanes y los enigmáticos monos gibones que, de vez en cuando, se les podía ver danzar de rama en rama entre los asombrosos saltos de las ardillas voladoras. Incluso si sabías donde mirar, el perfecto camuflaje con su entorno se deshacía con la gracia de un ilusionista, y los insólitos binturongues, animales mitad gato mitad oso, se revelaban ante tus ojos.

El tigre mágico Aerembus no permitiría que mancillaran su hogar. Si la guerra llamaba a su puerta, él iría a combatir, aunque esto lo llevara a la muerte.

Y tal como había predicho, la guerra llegó pronto.

Bajo la oscurecida mirada de la consorte Wu Zetian, el Emperador Gaozong decretó la prohibición de cualquier culto que no fuese el taoísmo. Durante años destruyó templos y segó vidas. Hasta el último de los monjes Shaolin sería perseguido.

La guerra parecía decidida. Los ejércitos imperiales eliminaron la resistencia con facilidad, y arrinconaron a los últimos rebeldes en la provincia de Huan, origen del budismo y hogar sagrado.

En la Ciudad del cielo y de la tierra los últimos budistas serían aniquilados.

Pero la huida que les hizo parecer débiles, en realidad los convirtió en una fuerza única, pues en esa ciudad, aunque asustados y confusos, se habían reunido los budistas de toda China.

Y en medio de esa poderosa unión, el monje Shi Su She se alzó con un mensaje que rompería todos los preceptos Shaolines:

—Amigos, hermanos —pronunció con aire solemne, pero guardando un matiz impetuoso—, somos los guardianes de la paz. En nosotros reside la energía para mantener el equilibrio, el zen que protege los bosques, el xin de un mundo bondadoso… La armonía nos une en nuestros ideales. Pero, hermanos, todo ha cambiado. Nuestras tierras ya no son lugar de paz. El imperio nos trae la guerra, y aunque nuestras habilidades no deban ser usadas para la violencia y la muerte, tenemos que unirnos y usar el Kung Fu para vencerlos. Porque si no lo hacemos, ellos destruirán todo lo que amamos. ¿Vais a permitirlo?

—Yo no lo permitiré —la voz del tigre mágico Aerembus retumbó entre la multitud—, lucharé a vuestro lado.

La batalla era inminente. Cuando cayera el sol, el ejército imperial se presentaría a sus puertas, y sólo aceptarían rendición o muerte.

Pero la noche trajo rebeldía. Rebeldía y fuego. Liderando el frente budista, el tigre mágico Aerembus brillaba como una estrella que había bajado a la tierra. Embestía los soldados imperiales y los lanzaba por los aires, infundiendo el miedo en el corazón del enemigo. Los monjes Shaolin saltaban, volaban y combatían en una danza mística. Por primera vez en su historia, combatían con el arte del Kung Fu segando vidas que prometieron proteger.

Y a muchas millas de ese lugar, en el trono imperial, la consorte Wu Zetian entrelazaba sus dedos y pedía coraje a los Dioses para hacer lo correcto.

La que se convertiría en la primera Emperatriz de China, empujó entre lágrimas una daga contra el corazón de su marido.

La noticia voló de norte a sur, de este a oeste. La Dinastía Tang había caído.

Las batallas terminaron entonces, y en la nueva capital de China, Wu Zetian ordenó la construcción de un monumento dedicado a todos los monjes Shaolin que murieron en combate y a un tigre mágico que dio su vida para defender lo que amaba.

 

 

 


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