Sigo sintiéndote - Azel Highwind

Nunca olvidaré el día que llegaste al pueblo. El cielo se tornó gris de repente, en la lejanía se escuchó una tormenta acercarse y los árboles se agitaron desnudos con los primeros vientos.

Estuvo lloviendo toda la noche, después de largos meses de sequía.

Casi no pude dormir, observando los rayos fulgurar repentinos y violentos, imprimiendo una luz aplastante sobre todas las cosas en mi cuarto. El techo crujió con su frenetismo, las ventanas vibraron bruscamente ante las incontables gotas contagiadas por la virulencia de un trueno que parecía hablar.

A la mañana siguiente te vi en el jardín de tu nueva casa, sentada sobre la piedra mojada, frente un arbusto seco que se deshacía con el tacto de tu mano. Me quedé un rato mirándote desde la ventana de mi habitación. No te parecías a nadie que hubiese conocido antes. En tus ojos vi un amor sincero por las plantas, por un arbusto marchito incapaz de entregar fruto alguno.

El primer día de escuela todos los niños hablaron de ti. Cuando la profesora pronunció tu nombre, pensé que era el más bonito que había escuchado nunca.

Durante muchas horas te vi ensimismada en tu pupitre, como si no estuvieses realmente allí. Me preguntaba qué llevarías en esa mochila de cuero cosido, rematado con encajes rojizos.

Al terminar las clases volvimos juntos a casa. Te desviaste por el caminito trasero y te manchaste los zapatos de barro. ¿No te acuerdas? Ya, es cierto. Todo era nuevo para ti y te sentías asustada.

Cuando entraste en casa me pareció ver a tus padres discutir. Yo subí corriendo a mi cuarto, esperando verte por la ventana. Vi las tuyas iluminarse, el rojo de tu mochila centellear sobre el escritorio y unas flores mecerse cuando las regabas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que pude ver una flor. En el pueblo ya no quedaban, y los frutales apenas daban nada.

Entonces apagaste la luz, y yo bajé la mirada. Salté de la repisa y me senté frente al escritorio. Me costó mucho hacer los deberes, no podía sacarte de mi cabeza. Las cintas verdes volaban en tu pelo dorado que se encendía cada vez que cerraba los ojos.

Mis padres me llamaron para ir a cenar. Se había hecho tarde y comí tan rápido que me observaron todo el rato sorprendidos. Volví a mi cuarto, esperando verte otra vez al otro lado. Casi no se filtraba luz a través de las ventanas de tu buhardilla, inclinadas entre las tejas hacia el cielo encapotado, y sobre tu escritorio, llorabas. El espacio de apenas el ancho de una calle pareció extenderse entre nosotros. Te sentí lejos y un temblor agitó mi cuerpo. Tuve ganas de salir corriendo. A por ti, ya lo sabes.

A la mañana siguiente estabas otra vez sentada frente al arbusto de tu jardín. Esas flores… ¿cuándo las plantaste? Vi en tus dedos apoyarse suaves brotes verdes que se abrían paso entre la corteza agrietada. No pude creerlo. Aunque siempre supe que lo hacías tú.

En el recreo por fin pude hablarte. Sentí que cada palabra que se escapaba de mi boca era una tontería. Me miraste divertida y escondí mis manos a la espalda, queriendo contener el temblor. No podía aguantar la mirada en tus ojos de tormenta, aunque era lo que más deseaba. Pensé que te avergonzarías de mí, y entonces me tocaste el brazo.

No, no estoy llorando, pero te echo de menos.

Por la noche estalló una tormenta, y salí de casa con un chubasquero de capucha. En el caminito tras la arboleda del parque los chapoteos de nuestros pies se encontraron. Las gotas brillaron por el aire con el resplandor fugaz de un rayo, y creí ver tus ojos encenderse por un momento, como si hubiese una llama dentro de ellos. Tu sonrisa se vislumbraba angustiada, mis manos volvieron a temblar bajo el chubasquero.

Ya lo sé, no podías quedarte conmigo.

En el colegio no hablamos, pero sabíamos que por la noche caminaríamos otra vez juntos. Volvió a llover y tus ojos también contenían una tormenta. Me contaste que, en la tempestad, habían muerto las crías de una paloma. Que tú sólo querías ayudar a los árboles, a las plantas y a las flores.

No lo entendí y te despediste con un gesto amargo. Y en la esquina del parque por donde te fuiste, vi la sombra de una persona y los aleteos que la impulsaron hacia el cielo proyectarse con la luz titilante de las farolas.

Volví a casa y esa noche soñé con águilas que surcaban los cielos de un país que parecía un jardín, sin edificios, ni coches. ni carreteras; las flores multicolor se extendían dentro de la protección de un verde manto que se perdía en el horizonte.

Cuando desperté, el sol brillaba con una vivacidad empañada a penas por finas nubes que se fueron deshaciendo en hilos.

Que siempre caminásemos juntos hizo que todos los niños hablasen de nosotros. No me importó, y sé que a ti tampoco.

¿Te acuerdas cuando llegó la noche y fuimos al parque? Me divertí mucho en los columpios y, después de tanto rato, por fin te vi sonreír, aunque intuía algo malo agitarse en tu interior… Cuando nos despedimos y crucé la esquina, volví a ver una figura de potentes alas que dejaron surcos en el aire tras su despegue.

A la llegada del nuevo día los vecinos estaban en la calle alborotados. Nadie salía de su asombro al ver los frutales en flor, los caminos ahora surcados de hierbas lozanas y tiernos brotes naciendo en los árboles del bosque. Todo el mundo hablaba alegremente en sus jardines o en medio del camino, habiéndose distraído de lo que estaban haciendo. Se olvidaron de sus quehaceres diarios, incluso de ir al trabajo o de llevar sus hijos al colegio. No obstante, me preocupó no verte a ti ni a tus padres. Tu casa era la única en silencio de todo el pueblo.

Después de cenar estuve esperándote en los columpios del parque, y aunque el paisaje estaba lleno de vida, yo no podía sentirme más desolado. Bajo el pecho el corazón me dolía con cada latido. Quizá era muy imprudente, pero no podía pensar en nada más.

Fui a tu casa. Y en el instante que abría la verja de tu jardín, sentí un potente aleteo y vi una forma más grande que la de cualquier ave surcar el cielo hacia el bosque. Es verdad, me asusté, pero yo no soy de los que se echan atrás.

Volví por el caminito trasero que lleva al parque, crucé los muros de piedra y me interné entre los angostos senderos que serpentean por los viñedos. Entonces vi esa sombra gigante perderse en la arboleda donde vería tu forma auténtica.

El bosque parecía más poblado que antes, incluso atento y en silencio. Sólo mis pisadas fluían por un aire fresco y colmado de aromas que jamás había olido.

El miedo a perderme fue creciendo en mi cuerpo, la luz de la luna casi no se filtraba a través del espeso follaje y los ruidos furtivos me estaban sumiendo en un constante estado de alerta. Pero cuando las copas de los árboles ocultaron la luna, te vi espiándome tras un árbol. Ya no tenía miedo. Te tendí la mano y, cuando saliste de la profunda sombra, reconocí al instante la misma amargura que vi en tus ojos mientras nos balanceábamos en los columpios del parque. Sonreíste. No querías hacerme daño. Nos cogimos de la mano y tu cuerpo se transformó.

Y volando por el cielo encapotado, te pregunté:

—¿Por qué estás triste?

—Porque allá donde voy, traigo tormenta. 

—¡Pero eso es bueno!

—No. Esos pajaritos, la paloma… fue mi culpa.

—Tú no les hiciste ningún daño.

—Sí, fui yo, fue mi tormenta.

—Tú has revivido las plantas —te dije con una fuerte desesperación ahogándome en el pecho—, les has devuelto la alegría de su flor. No te castigues…

Es verdad, entonces lloré ocultando mi cara en tu plumaje. ¿Si lo sabías por qué no dijiste nada? Me dejaste en mi casa sin despedirte y no pude dormir en toda la noche.

Cuando la primera luz del amanecer entró por la ventana, no quise mirar fuera, pero otra vez los vecinos discutían sorprendidos. Tu casa se había vuelto gris. De las grietas en sus paredes emergían tajos gigantescos hacia el cielo. De sus ventanas y puertas brotaban gruesas trenzas verdes que lo abrazaban todo entre flores del color de tu pelo. Las rocas de alrededor, salpicadas con el verde renaciente, eran contorneadas por la hierba lozana. En los campos los frutales volvían a resplandecer llenos de frutos y una copa de densas hojas se mecía en el arbusto de tu jardín. Por un momento vi tu silueta agachada frente a él, acariciando la dulzura de los racimos que resplandecían perlados por el frescor que había traído tu tormenta.

Y desde entonces, especialmente en los días más grises, sigo sintiéndote.

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